Hubo cierto hombre rico que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos banquetes. Al mismo tiempo, vivía un mendigo llamado Lázaro, el cual, cubierto de llagas, yacía a la puerta de éste, deseando saciarse con las migajas que caían de la mesa del rico, mas nadie se las daba y los perros venían y lamíanle las llagas.
Sucedió, pues, que murió dicho mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico, y fue sepultado en el Infierno. Y cuando estaba en los tormentos, levantando los ojos, vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno y exclamó, diciendo: