-Y me viene a la mente decir algo que puede ser una insensatez, o quizás una herejía, no sé. Francisco, Jornada Unidad Cristiana. Fénix, 23-V-15
Hæc est hora vestra et potestas tenebrarum (Lc.22:53)

domingo, 3 de noviembre de 2013

Iglesia y civilización

Franciscvs PP I

La Iglesia y su Magisterio no deben someterse a los dictados de ningún estado o conjunto de estados. Ni mucho menos "adaptarse" a ningún "hombre moderno"[1], ser tan imaginario como el "escondedetrás"[2] borgiano. Por el contrario, son los estados quienes, abandonando sus respectivas ideologías, deben adaptarse al Magisterio universal de la Iglesia, el mismo que ha sido enseñado siempre y en todas partes.
 
Tras librarse de la sociedad judía, los cristianos vieron perplejos cómo, bajo el empuje de los pueblos bárbaros, se hundía ante sus ojos aquel mismo Imperio Romano que tanta sangre les había costado y con el que tanto habían terminado por identificarse. A los cristianos de hoy parece pasarles algo parecido con la democracia liberal.

En palabras del p. Alfredo Sáenz[3]:

Tras el período de las persecuciones, los cristianos creyeron que el futuro de la Iglesia estaba inescindiblemente unido al destino del Imperio Romano, que oficialmente se convertía bajo los gobiernos de Constantino y de Teodosio. De este modo, y por segunda vez, los destinos de la Iglesia parecieron inseparables de una institución humana. 
Lo mismo que para los cristianos judíos el porvenir de su pueblo se identificaba con el cristianismo, según vimos en una conferencia anterior, para los cristianos romanos su futuro se identificaba con el del pueblo romano. La Iglesia parecía haber alcanzado su ideal, coincidiendo con la ecumene romana. 
Por eso resulta difícil imaginar lo que muchos católicos debieron de haber sentido cuando, lejos de realizarse su sueño, los acontecimientos señalaban que el Imperio sería destruido por los bárbaros. El espectáculo de esos invasores brutales, ignorantes, malolientes y groseros, hablando una jerga ronca e ininteligible, que se esparcían por doquier, tratando a las provincias como si fueran un botín, ha de haber sido desolador. Nada digamos de lo que habrán sentido el día que esas hordas salvajes se apoderaron de la Ciudad Eterna.

Pero la Iglesia no desesperó, ni creyó que todo estaba perdido y que desaparecería bajo el oleaje de los bárbaros. Confiando en la promesa que le hizo Cristo de no abandonarla, de permanecer con ella hasta la consumación de los tiempos, entrevió la posibilidad de que, sobre las ruinas que acumularon los invasores, naciese un mundo nuevo, animado también él por el Espíritu del Evangelio.
Por eso volvió su mirada hacia los nuevos señores de la historia. Así lo entendieron los grandes obispos, como San Remigio, San Isidoro de Sevilla, San Patricio y San Bonifacio que, aceptando sinceramente la dominación bárbara, no les pidieron hacerse romanos, sino cristianos. 
Cuando los bárbaros se convencieron de que podían llevar el suave yugo de Cristo sin tener que soportar el pesado yugo de Roma, la Barca de Pedro desplegó sus alicaídas velas. De este modo, el mundo bárbaro entró en la Iglesia. En menos de tres siglos todas las tribus germánicas se convirtieron al Catolicismo. Se había requerido más tiempo para ganar al Imperio, a pesar de que su estructura política ofrecía mejores ventajas de apostolado.

Así se franqueó una nueva encrucijada de la Historia. Tal fue el sentido del bautismo de Clodoveo, comparable al del centurión Cornelio. En el caso de este último, la Iglesia, separada su causa de la del pueblo de Israel, se había dirigido sin vacilaciones a este hombre, representante de la gentilidad, recibiéndole en su seno sin imponerle la ley judaica, ni obligándole a pasar por la circuncisión. 
Ahora, distinguiendo su destino del porvenir del Imperio, se dirigió a los bárbaros y puso en sus manos el señorío del mundo, sin exigirles de entrada que hiciesen suyas la cultura y la civilización romanas. En lugar de quedarse llorando sobre las ruinas, buscó conquistar para el Evangelio a los huéspedes que llegaban a su casa. La Iglesia no puede dejarse confiscar ni unir su suerte a cosas tan efímeras como son una dinastía, una nación, una clase social, una civilización.

Vióse de este modo, por segunda vez, como si bien la Iglesia está ligada al mundo y actúa en el mundo, es, no obstante, algo muy diferente del reino de este mundo. De no ser así, la Iglesia se hubiese enfeudado al estado romano y, consustanciándose con él, éste la hubiera unido a su suerte y entonces habrían sucumbido juntamente. Pero no sucumbió con él, lo mismo que unos siglos antes supo mantener su independencia y sus características propias frente a las persecuciones del poder romano. 
Al derrumbarse el Imperio, la Iglesia pudo mantenerse interiormente firme e inquebrantable. Más aún, tendió sus manos a los bárbaros, celtas y germanos, a fin de que no solamente no se destruyera ni se aniquilara la pujante fuerza de su raza, sino que, encontrando en el cristianismo freno y medida, así como modo de educar y sublimar sus virtualidades, se hicieran aptos para colaborar en la edificación de la Cristiandad.

Sin embargo, este dirigirse a los bárbaros en modo alguno significó que la Iglesia se desinteresase del gran acervo cultural que hasta entonces había custodiado el Imperio Romano. Si bien es cierto que no estaba dentro de sus posibilidades salvar su aparato estatal, sí lo estaba salvar su patrimonio cultural, fruto de largos siglos de esfuerzo espiritual, literario, científico, jurídico y artístico. 
La destrucción de la política cultural del Imperio Romano había dejado un gran vacío que ningún rey o general bárbaro podía llenar. Dicho vacío fue colmado por la Iglesia, maestra y legisladora de los nuevos pueblos. Éstos no poseían literatura escrita, ni ciudades, ni arquitectura de piedra. Eran, realmente, "bárbaros", y sólo por el cristianismo y los elementos de alta cultura transmitidos por la Iglesia, Europa occidental adquirió unidad y forma.
Los Padres Latinos -San Ambrosio, San Agustín, San León Magno y San Gregorio Magno- fueron realmente los gestores de dicho trasvasamiento, puesto que aquellos pueblos adquirieron una cultura común sólo en la medida en que se incorporaron a la comunidad espiritual de la Cristiandad. Recoger los valores del mundo antiguo y entregarlos al nuevo mundo en formación era una tarea dignísima, que solamente la Iglesia estaba en condiciones de llevar a cabo.

Y, de hecho, logró hacerlo. Los pueblos germánicos quedaron incorporados a la vida de la Iglesia y una gran parte del patrimonio cultural del mundo antiguo pasó a los germanos. Los vencedores y los vencidos se fueron reconciliando paulatinamente hasta que lograron fusionarse en una unidad muy superior a la que habían conocido los pueblos en los tiempos anteriores a Cristo. 
La Iglesia no se acercó al modo de una nueva raza o de un nuevo pueblo, sino como una luz y una vida, donde razas y pueblos pudiesen encontrar su unidad en la Voluntad Divina, creadora de las diversas razas y pueblos. Cada uno conservó su idiosincrasia, cada pueblo sus características propias, establecidas y queridas por Dios. La nueva unidad en la que habían de fundirse era una unidad sobrenatural, y ella no puede vulnerar ninguna unidad natural.

Por eso, como escribe Reynold[4], Europa no acabó de formarse hasta que se operó, bajo los auspicios del cristianismo, la fusión del mundo romano con el mundo bárbaro. O, como se dijo en aquel tiempo, la fusión de la Romania y del Barbaricum, de los galo-romanos y de los francos. 
¿Qué hubiera sucedido si, entre el mundo antiguo y el mundo bárbaro, no hubiese intervenido un tercer elemento, la Iglesia?

Madame de Staël[5] nos ha dejado al respecto un pasaje magnífico:
Los romanos civilizaron al mundo que habían sometido. 
Primeramente, hizo falta que la luz partiese de un punto brillante, de un país poco extenso como Grecia; hizo falta que, pocos siglos más tarde, un pueblo guerrero reuniese bajo las mismas leyes una parte del mundo para civilizarla al propio tiempo que la conquistaba [...]

La invasión de los bárbaros fue, sin duda, una gran desventura para las naciones contemporáneas de aquella revolución, pero éste mismo acontecimiento hizo que las luces se difundieran todavía más [...]

La religión cristiana fue el lazo de unión entre los pueblos del Norte y los del Medio día; fundió, por así decirlo, en una opinión común, costumbres opuestas; y, acercando entre sí a pueblos enemigos, hizo de ellos naciones nuevas en el seno de las cuales los hombres enérgicos fortificaban el carácter de los hombres ilustrados, mientras que los hombres ilustrados desarrollaban el espíritu de los hombres enérgicos. 
Esta mezcla se operó -¿qué duda cabe?- con lentitud. La Providencia eterna no escatima los siglos para llevar a cabo sus designios, y nuestra pasajera existencia se siente por ello asombrada e irritada; mas lo cierto es que vencedores y vencidos acabaron por no constituir sino un mismo pueblo en los distintos países de Europa, y que la religión cristiana contribuyó poderosamente a este resultado.

Se puede describir el siglo XX como el siglo de la identificación de la Iglesia con la democracia liberal. Identificación que ha tenido como consecuencia la ruptura litúrgica y el abandono de la Tradición[6]. Ha sido el siglo del triunfo de los enemigos internos de la Iglesia y de la gran apostasía planetaria.

En tales condiciones, el cristianismo del siglo XXI no está preparado para convertir a los nuevos bárbaros. Y si no los convierte, tendrá que prepararse para la persecución. De entre los que no apostaten, surgirá la nueva cristiandad. Y en ella no quedará rastro alguno de ese triste espantajo llamado "hombre moderno".


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[1] Como curiosidad, y como ejemplo de la futilidad del adjetivo "moderno", véanse las pp. 354-360 (pp. 350-354 del achivo pdf) del vol I. de Ernst Robert Curtius: Literatura Europea y Edad Media latina, Mexico: FCE, 1984, referidas a los "antiguos" y los "modernos" en la tradición clásica medieval. Ya en la Alejandría del s. II a.C., Aristarco de Samotracia comparaba a Homero con otros poetas, a los que se refería como los "más nuevos". ¿Qué quiere decir la expresión "hombre moderno"? No quiere decir nada. O, peor todavía, en cada época quiere decir algo distinto. Esa variación de significado según las distintas épocas históricas, aplicada al Magisterio de la Iglesia, equivale al relativismo dogmático, la gran apostasía del s. XX.

[2] Jorge Luis Borges: El libro de los seres imaginarios, Fauna de los Estados Unidos, el "Hidebehind", p. 26 del archivo pdf. El "Hidebehind" es una criatura fantástica cuya función es explotar el miedo popular.

[3]  r.p. Alfredo Sáenz, S.I.: La nave y las tempestades, Vol. II: Las invasiones de los bárbaros. Buenos Aires: Ediciones Gladius, 2009, ISBN: 978-950-9674-65-3, pp. 162-167

[4] Gonzague de Reynold: La formación de Europa, vol. V: El mundo bárbaro y su fusión con el romano, Tomo. 1: Los celtas, Madrid: Editorial Pegaso, 1952; Tomo 2: Los germanos, Madrid: Editorial Pegaso, 1955

[5] De la Littérature dans ses rapports avec les institutions socials, secondé édition. Chapitre VIII: De l'invasion des peuples du Nord, de l'établissement de la religion chrétienne et de la renaissance des lettres, en Oeuvres complètes de madame la baronne de Staël-Holstein, Paris: Firmin Didot frères, libraires-éditeurs, 1844, tome premier, p. 236

[6] La acción combinada de la adhesión a la democracia liberal, la ruptura litúrgica, y el abandono de la Tradición ha favorecido la acción de fuerzas disgregadoras en el seno del cuerpo eclesial. Han sido parcialmente contenidas -a costa de la esclerotización de la fe- por medio del resurgimiento del concepto fideísta de obediencia ciega al superior como virtud heroica y suprema de la fe.


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