Una de las opciones de los hombres libres de Roma, además de la carrera militar, el ejercicio del derecho, o la docencia en una escuela de retórica, era la de acogerse al servicio clientelar. Al acogerse al patronazgo de lealtad otorgado por un pater familias, el cliente quedaba incorporado a su familia como miembro menor, sujeto a su autoridad por un compromiso de devoción clientelar.
El cliente estaba obligado a acudir cada mañana a primera hora a casa de su patrón, vestigo de toga, para presentarle sus respetos y para ponerse a su servicio para lo que fuera menester. Y lo que solía ser menester era apoyarle en algún acto público en el foro, o en alguna votación. Por su parte, el patrón estaba obligado a recibir y devolver el saludo a todos y cada uno de sus apadrinados, y a entregarles algún presente en forma de dinero, comida o regalos.
Patrón y cliente no podían ofenderse mútuamente, testificar uno contra otro, o demandarse. Si el patrón incumplía sus obligaciones, caía en el más absoluto de los desprestigios. Si las incumplía el cliente, se disolvía automáticamente la relación clientelar. En ese caso, ningún otro patrón quería apadrinar a un cliente que había resultado ser impío.
Todos los años, del 17 al 23 de diciembre, tras la siembra de otoño, se celebraban las Saturnalia, banquetes nocturnos en honor a Saturno, dios romano de la agricultura. Eran las fiestas de la finalización de los trabajos en el campo, antes de la entrada de los fríos invernales, cuando los esclavos por fin tenían un poco de tiempo libre para descansar de sus trabajos más arduos. Por eso también se las conocía como fiestas de los esclavos. En ellas se festejaba el final del período más oscuro del año y el nacimiento del nuevo período de luz, el Sol invictus.
En los banquetes de la Saturnalia solía haber regalos. Los esclavos -que comían aparte porque eran cosas poseídas y no personas capaces de poseer- recibían comida, prebendas y regalos de sus amos. Los invitados y los clientes se hacían regalos entre sí y al paterfamilias, dejando algunos para ser sorteados durante la sobremesa. Tanto unos como otros iban acompañados de etiquetas con inscripciones llamadas epigramas. Marco Valerio Marcial, cliente del emperador Domiciano, escribió epigramas de estipo tipo y de muchos otros tipos más.
Hoy como ayer, los clientes como Clyto -descrito por Marcial- siguen celebrando su cumpleaños varias veces al año para así recibir más regalos. Los Selios siguen recorriendo la ciudad de Roma buscando algún conocido que les invite a comer. Y los Tongilios siguen fingiéndose constantemente enfermos para que les regalen buen vino y manjares delicados.
Desgraciadamente, también hoy como ayer, el servicio clientelar sigue siendo una institución extraordinariamente viva y arraigada. Y está tan viva y arraigada que convierte todo atisbo de libertad en una farsa grosera. Sólo así se puede explicar que las fiestas de la Navidad, con sus témporas y días de ayuno y penitencia, hayan terminado convirtiéndose en unas simples fiestas Saturnales. Y que los católicos, de hombres libres, hayamos pasado a ser esclavos de una iglesia embarcada en una relación clientelar con el Mundo.
Siempre habrá amos y patrones, esclavos y clientes, pillos o no. Los católicos hemos sido rescatados al precio de la Sangre de Jesús de Nazaret, nacido de la Virgen María en Belén de Judea en tiempos de Augusto, para, siendo irreprensibles por Amor, ser libres tanto de los unos como de los otros.
Si rechazamos esa libertad, también rechazamos Su Preciosísima Sangre.
Entre mantecados, polvorones y turrones, que cada uno elija lo que más le convenga. Con ello, habrá sellado su destino final. No hace falta esperar al Fin del Mundo. Nuestra decisión se produce hoy, aquí, ahora. Ya mismo.
Por eso, debemos preguntarnos: ¿A quién le vamos a entregar el oro, el incienso y la mirra de nuestras vidas este nuevo año que entra...?
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